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Entrevistas

Publicada en: María Ángeles González y Leonora Saavedra, Música mexicana contemporánea, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.

Rodolfo Halffter Entrevista (extractos)

¿Cuándo se despertó en usted la vocación por la música?

Desde muy joven aspiré a ser compositor, para satisfacer una necesidad vital de mi constitución orgánica. Durante mi vida escolar, siempre que me fue posible, asistí a los conciertos de las orquestas madrileñas y a los recitales de los grandes intérpretes.

Más tarde, ya adulto, procuré acercarme a los compositores españoles a quienes admiraba y a los extranjeros ilustres que visitaban Madrid.

¿Dónde llevó a cabo sus estudios musicales?

Por razones a las que no me referiré ahora, nunca concurrí a las clases del Conservatorio. Me formé yo solo. Sin embargo, durante algunos meses recibí lecciones de armonía del maestro Francisco Esbrí, director de una banda militar. Adquirí tratados de armonía y composición, que devoré. Mi gran descubrimiento, allá por el año de 1920, fue el Tratado de armonía, de Schoenberg, que me abrió la mente a una nueva concepción de la armonía y me sirvió de guía durante mi aprendizaje.

La carencia de bases seguras, como les sucede a todos los autodidactas, me enfrentó a menudo con enormes problemas, cuya solución prevista en los buenos textos didácticos, tuve que adivinar. Sin embargo, tal inconveniente se vio compensado por la falta de prejuicios técnico-estéticos que, en los Conservatorio, muchos maestros inculcan a los alumnos.

¿A quiénes considera usted sus principales maestros?

A Schoenberg, a través de tu Tratado de armonía, como ya antes mencioné, y a Falla, a través de sus consejos, del análisis minucioso de su música y de la lectura meditada de sus escritos sobre música y músicos.

De Falla ―y también de Domenico Scarlatti― aprendí muchas cosas útiles. Entre otras, a expresarme con concisión y evitar, así la hipertrofia en el discurso musical.

¿Qué podría decirnos sobre el Grupo de los ocho o Grupo de Madrid de la Generación del 27, Como usted lo llama? ¿Cuál era ideario estético?

Allá por el año de 1927 nos reunimos en Madrid los compositores Salvador Bacarisse, Julián Bautista, Rosa García Ascot, mi hermano Ernesto, Juan José Mantecón, Gustavo Pittaluga, Fernando Remacha y yo, e integramos el Grupo de los ocho. Irrumpimos, con alegría y esperanza, en la vida musical. Nuestra aparición en el panorama cultural español coincidió con la aparición de la brillante “Generación poética del 27”.

Dicha generación poética fue bautizada de este modo creo que por José Luis Cano. Dos motivos justifican tal denominación: en 1927, este grupo de jóvenes poetas ―entre otros, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y Gerardo Diego― hace su primera salida pública en el Ateneo de Sevilla, gracias a la generosidad iniciativa de un gran torero y fino escritor, Ignacio Sánchez Mejías y, en ese mismo año, formando un grupo compacto, se enfrentan abiertamente a la crítica oficial y académica, al dar la batalla por Góngora ―el prodigioso Góngora barroco―, con motivo del tercer centenario de su muerte.

Los compositores del Grupo de los ocho adoptamos un ideario estético y formulamos un plan de acción ambiciosos: dar continuidad a la renovación de la música española, renovación representada por las obras de Albéniz, Granados y Falla. Por supuesto, una continuidad que fuera digna del preeminente nivel de estimación nacional e internacional que había alcanzado la producción de estos tres grandes maestros.

En el terreno de la técnica, nuestro punto de partida fue la audaz y asombrosa armonía descubierta por Falla, en la que las latentes resonancias de las notas de los acordes se hacen explícitas y audibles.

Este descubrimiento de Falla constituía, para nosotros, uno de los logros más trascendentes de la música europea de la primera mitad de nuestro siglo.

En la concreción de nuestro ideario estético influyó la corriente de limpio aire fresco que nos llegaba desde el Sena y que nos traía el testimonio de la existencia, plena de augurios optimistas, de un nuevo espíritu antirromántico, presente en la música de Falla y descrito por Jean Cocteau en El gallo y el arlequín. Este opúsculo, cargado de agudas observaciones, se convirtió en nuestro libro de horas.

¿En qué consistía ese nuevo espíritu antirromántico?

El nuevo espíritu aludido exigía el restablecimiento de normas de orden y equilibrio propias del clasicismo dieciochesco y olvidadas ―pensábamos nosotros― durante el siglo XIX. La música fue libertada de la obligación de servir de vehículo para la expresión de sentimientos.

Así nació el concepto de música pura, de arte puro. Al respecto, Paul Valery dijo: “la poesía pura es todo lo que permanece en el poema después de haber sido eliminado todo lo que no es poesía”. Y así nacieron los movimientos neoclasicistas basados en los famosos retornos: de Stravinsky a Pergolesi; de Falla a Scarlatti.

Repito, aspirábamos a escribir una música pura. Tal concepción purista lleva implícita la consideración de que cualquier trozo musical es, básicamente, un objeto sonoro cuyo contorno está delimitado por una estructura formal. La música, pensábamos, carece, pues, de contenido ajeno a su propia sustancia rítmica, melódica, armónica, tímbrica… La música es, en sí misma, un fin.

Hicimos nuestra la aseveración de Stravinsky de que el fenómeno musical nos es dado con la finalidad de establecer un orden entre el hombre y el tiempo; y esto exige una construcción. Alcanzando el orden y realizada la construcción, todo está hecho.

Es inútil pedir más.

¿Qué influencia tuvo para el Grupo el folklore musical?

Los compositores del Grupo de los ocho aspirábamos a escribir una música pura, objetiva, purgada en primer lugar del folklore de pandereta. Nos entusiasmaba, empero, el auténtico folklore musical, ese valioso y escogido legado transmitido por la tradición.

Descubrimos la importancia que posee como elemento fertilizador. Para nosotros, el canto popular adquirió el valor de un ente abstracto, cuya riqueza rítmico-armónico-melódica nos suministró la materia prima para elaborar nuestras composiciones. Estábamos convencidos de la vigencia de esta gran frase de Una- muno, que cito de memoria: “Hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo nacional, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno”.

¿Por qué y cuándo vino usted a México?

Llegué en calidad de asilado republicano español al finalizar la Guerra Civil Española. Formaba parte del grupo de intelectuales y artistas que, en marzo de 1939, fundamos, en París, la Junta de Cultura Española, cuyo presidente fue el escritor José Bergamín. Invitados por el gobierno del general Lázaro Cárdenas, la Junta se instaló en México con el decidido propósito de salvar del desastre que representaba el triunfo de la dictadura franquista la fisonomía espiritual de la cultura hispánica progresista, de mantener la unión entre los intelectuales y artistas emigrados y de continuar la lucha por los hondos principios humanos sostenidos por la República española.

¿Cuál fue su primera obra compuesta en México?

La primera obra que compuse en México fue Concierto para violín y orquesta, catalogado en mi producción como Op. 11. La historia de su composición se inició en París, en 1939, al finalizar la Guerra Civil.

Nadia du Bouchet, cuñada de mi amigo el compositor Georges Auric, me presentó al violinista norteamericano Samuel Dushkin, para quien Igor Stravinsky había escrito, pocos años antes, su Concierto en Re, para violín y orquesta. Dushkin, que simpatizaba con la causa de los republicanos españoles, me dio entonces muestras de sincero afecto. Cuando navegaba con mi familia hacia el exilio ―hacia el México que nos abría generosa y fraternalmente los brazos―, Samuel Dushkin me envió al trasatlántico una radiograma encargándome la composición de un concierto para violín.

Ya instalado en México, aunque en condiciones económicas muy precarias, pero lleno del optimismo propio de quien, pleno de esperanza, comienza una nueva etapa de su vida, no habiéndome dejando vencer por el infortunio de haber perdido la patria y todo lo que esto significa, me comuniqué con Dushkin, que residía en Nueva York, y puse manos a la obra con gran entusiasmo.

Terminé el concierto en 1941 y en junio de 1942 lo estrenó Samuel Dushkin, acompañado por la Orquesta Sinfónica de México, bajo la dirección de Carlos Chávez, en la ciudad de México.

¿Cuál fue su primer contacto con el público melómano mexicano, es decir, cuál fue su incorporación a la vida musical de nuestro país?

La noche para mí memorable, del martes 9 de enero de 1940, Don Lindo de Almería, caballero del olvido y del recuerdo, bajó de su cielo andaluz al escenario del Teatro Fábregas, de la ciudad de México. Y en esa noche, por consiguiente, se inicia mi incorporación a la vida musical mexicana.

Con decidido propósito anticolorista, anticostumbrista, trazamos Bergamín, autor del guión, y yo, el ballet-mojinganga Don Lindo de Armería, La orquestación, en blanco y negro, realizada únicamente para instrumentos de cuerda, con ligerísimo apoyo de algunos instrumentos de percusión, tiende a subrayar tal designio. Llamamos a nuestra obra cromoterapia costumbrista. Creímos haber descubierto la adecuada fórmula terapéutica para el tratamiento de ese colorismo localista y sainetero andaluz, que es una degeneración del casticismo. Nuestra pretensión de abstraer y aquilatar la verdadera naturaleza de lo popular, de desintegrar el cromo, lo exageramos hasta el extremo de presentar un juego, aparentemente incongruente, de simples referencias a figuras, gestos, hábitos y despojos de cantares. Reducidos a jeroglíficos, en rápida sucesión de escenas, desfilan muchos personajes del cotidiano acontecer andaluz de comienzos del presente siglo: la beata, como el zopilote, de luto perenne; la mocita de talle de nardo, con un clavel siempre prendido en el cabello; la inevitable pareja de la guardia civil; los tres curas de la buena suerte; el intercesor San Antonio, que suele apiadarse de las jovencitas sin novio; el torerillo que, según la copla, aparece bordado en los pañuelos, rodeado, como el famoso matador Reverte, por cuatro picadores; las mulatas con sus vistosas batas de volantes; la cacatúa, heredera del imperio ultramarino hispánico, diluido éste en ritmos de guajira y habanera, en melodías teñidas de languidez y melancolía o llenas de coquetería y voluptuosidad. Y, por último, el protagonista: don Lindo, viejo y noble caballero, enjuto y de tez aceitunada. Se presenta en escena, caído del cielo, para casarse con la mocita. Para luego descasarse de ella, cuando el torerillo surge en el ruedo pasional de la esposa casquivana. Con el corazón hecho añicos, don Lindo, para quien vivir es necesidad de olvidar, regresa a los cielos, lugar apropiado para resucitar en el recuerdo, sobre el cerdito que cabalga y que le trae a la memoria su San Andrés hogareño. “Por San Andrés ―reza el refrán― quien no mata a un cochino, mata a su mujer”.

¿Qué consecuencia tuvo para usted la representación de Don Lindo de Almería?

En el escenario del Teatro Fábregas, cuando bajó el talón al finalizar la triunfal representación del ballet Don Lindo de Almería ―puesto en escena “milagrosamente”, ya que contó con recursos económicos escasísimos, por la inteligente coreógrafa norteamericana Anna Sokolov―, se inició mi amistad con Carlos Chávez, Blas Galindo y José Pablo Moncayo, que había asistido al espectáculo movidos por la legítima curiosidad de enterarse qué tipos de música escribía yo, el compositor español recién llegado. También estuvo presente Silvestre Revueltas. A él le había conocido antes. En Valencia, en 1937, estreché por primera vez su mano afectuosa y viril. Hombre grueso y locuaz, de mente ágil, de cara amable y mirada bondadosa, siempre con el pecho descubierto y sin corbata, Silvestre formaba parte de la delegación de la lear, Liga de escritores y Artistas Revolucionarios, que visitaba los frentes de guerra de la España en llamas.

Fruto de la representación de Don Lindo de Almería fue la fundación de una asociación de carácter privado, cuyo patronato se encargó de reunir los fondos necesarios para presentar, de nuevo, a Anna Sokolov al frente de una verdadera compañía de ballet, a la cual se bautizó con el sugestivo nombre de La paloma azul, tomado del título que ostentaba, en colores chillones, el rótulo colocado sobre la entrada de una pulquería. A ese nombre se le agregó después el poético lema, extraído de un texto de Lope de Vega, “las artes hice mágicas volando”.

Y así nació La paloma azul, la primera compañía mexicana de danza moderna. En los programas se incluyeron, entre otros, ballets con partituras de Carlos Chávez, Antígona; de Blas Galindo, Entre sombras anda el fuego; de Silvestre Revueltas, El renacuajo paseador; y de mi propia cosecha, Don Lindo de Almería y La madrugada del panadero.

Mi amistad con los compositores mexicanos se fue estrechando desde entonces. Y en 1946, Chávez, Galindo, Moncayo, Sandi, Bal y Gay, Salazar, y yo fundamos Ediciones Mexicanos de Música, la primera empresa editorial mexicana de música de concierto, cuyo catálogo actual abarca más de doscientas partituras publicadas.

Ese mismo año apareció la revista Nuestra Música, dirigida por mí, que tuvo siete años de vida. En su primer número, el grupo de compositores que la editamos, 4 mexicanos y 3 españoles exiliados, hicimos la siguiente declaración:

Los compositores que editamos Nueva Música nos hemos agrupado con el propósito de trabajar fraternalmente. Como nuestro temperamentos creadores son distintos ―lo cual consideramos un hecho afortunado―, no cabe la adopción de una postura estética general. Ni la institución de un credo obligatorio. No constituimos, pues, una escuela. Tampoco lo pretendemos.

Ahora bien: a todos a cada uno de nosotros nos anima ―¡eso sí!― un idéntico deseo de impulsar, en la medida de nuestras fuerzas, la corriente renovadora del ambiente musical mexicano. Queremos contribuir decididamente ―como compositores, como organizadores y como críticos― al desarrollo musical de México.

Nos une asimismo una viva admiración hacia personalidades y obra representativas de nuestra época que todavía rechaza un sector considerable de nuestro público melómano. En beneficio de la cultura, creemos que nuestra obligación ineludible consiste en ampliar el círculo de partidarios de dichas personalidades y obras. He aquí una de las finalidades de Nuestra Música y también de los “Conciertos de los lunes”, de cuya organización damos cuenta en otro lugar del presente número.

Pretendemos, además, que Nuestra música refleje la realidad musical mexicana, enfocada ―claro está― desde nuestro particular punto de vista. Tenemos decidido empeño en divulgar la labor de todos aquellos maestros nuestros ―vivos o muertos― cuyo significado, dentro de nuestra vida musical, represente una aportación.

La organización de los Conciertos de los lunes y la publicación de Nuestra Música no agotan nuestros propósitos de trabajo mancomunado. Tenemos en estudio la resolución del intrincado problema que plantea el establecimiento de una entidad editorial de música artística. Como otras personas interesadas en el fomento del arte de los sonidos, hemos lamentado la falta de una cause de salida a la muy importante producción mexicana de altura, la cual, si no se conoce, dentro y fuera del país, con la profusión y el crédito que merece, débese precisamente al hecho de no esta impresa.

Por último réstanos explicar brevemente el título de nuestra revista.

Consideramos “nuestra”, en primer término, la música que escribimos nosotros mismos y, luego, aquella que admiramos. Bien por su contenido, por su tendencia estética o bien por su perfecta realización técnica.

Aquella que ofrece, en suma, modelos imperecederos de música superior.

Hablamos ahora de su actividad como compositor.

¿Considera que la totalidad de su obra tiene un carácter experimental, o por el contrario, la experimentación ha sido sólo una etapa por la que ha pasado?

En la totalidad de mi obra está presente, como motor impulsor del acto creativo, un propósito de búsqueda. Aclararé: de búsqueda, exclusivamente, en el campo de la técnica compositiva, sin que ello afecte a mi ideario estético, que permanece firme. En efecto, guiado por una especie de automatismo psíquico, me complace experimentar con nuevos procedimientos de ordenación del material sonoro. Esto es: del total cromático temperado. Nunca me he adentrado en el mundo del microtonalismo.

Para no repetirse ―para que la búsqueda conduzca al hallazgo― es necesario, decía Debussy, rehacer el métier según el carácter que se quiera dar a cada obra. Yo rubrico, convencido, tal aseveración.

Cuando concluyo una composición ―cuando finalizo el experimento tengo la sensación de no haber escrito nada anteriormente. Coincido con esta afirmacionse del pintor Robert Motherwell: “El hecho de terminar una pintura, de ver que he expresado lo que quería, es para mí una sorpresa… es algo misterioso y sin ese elemento de misterio quizá no podría seguir pintando”.

Entrevistó: María Ángeles González