Entrevista realizada por José Antonio Alcaraz. Proceso, No. 91, 31 de julio de 1978, México.
Homenaje Nacional a Carlos Chávez
Nueva York. El edificio está frente al Lincoln Center. Carlos Chávez me recibe en su pequeño departamento, muy confortable. Un tomo de López Velarde junto a varias partituras atrae mi atención
(Chávez puso en música Tierra mojada y Todo).
El saludo ritual está lleno de cordialidad, es muy afectuoso. La “frialdad” de Carlos Chávez, he tenido muchas oportunidades de comprobarlo, es una manera leyenda negra. Me dice:
No me vaya a preguntar por favor sobre la situación actual de la música en México. Me gustaría que platicáramos, como usted me lo pidió por teléfono, sobre algunos de mis amigos compositores… o los músicos que he conocido…
De acuerdo, maestro.
No me diga maestro, José Antonio. Tenemos muchos años de conocernos. Dígame Carlos.
―…
Como quiera… Por favor, guarde su grabadora; nunca me he sentido a gusto con esos aparatos en una entrevista. A lo mejor va usted a pensar que soy anticuado. Preferiría que tomara notas…
(Guardo la grabadora y acudo a mi cuestionario escrito. He traído dos ejemplares. En forma muy natural, Chávez toma uno de ellos. De una mirada lo recorre. Asiente con un movimiento de cabeza y sonríe. Le pregunto en seguida).
Dos de los compositores que usted ha difundido con mayor entusiasmo y éxito son franceses…
Debussy y Ravel son connaturales para mí. No hubo extrañeza ninguna cuando conocí su música. Sorpresa la tuve ante Stravinsky y, por supuesto, una enorme admiración. Igor era un hombre extraordinario.
¿Cómo fue su encuentro con Busoni?
Lo fui a visitar porque Ignaz Friedman me dio una carta para Hertzka… en 1922. Fui a Berlín y oí el último concierto de Friedman en Charlottenburg.
La Editorial Botte und bock tenía en prensa mi Segunda sonata para piano en esa época y tardó tres o cuatro meses en salir después de la carta de Friedman.
Busoni era la única personalidad que vivía en Berlín y el único a quien en realidad me interesaba conocer.
Con la carta y un ejemplar de mi Sonata fui a verlo. Estaba muy enfermo y sin embargo me recibió con gran amabilidad. Con su esposa siempre al lado, recostado en un sillón. En un salón donde había dos pianos. Toqué varias cosas mías para él. Gritó: ¿Bravo! Hablamos en francés y me dijo que no hubiera hecho falta ninguna carta para presentarme ante él, que la sola Sonata era más que suficiente.
Me preguntó: “Qué quiere usted de mí”. “Nada ―le contesté―, simplemente conocerlo y que oyera música”.
Fue una gran atención la suya al haberme recibido y querer escuchar mi música, pues en esa época yo era un desconocido.
(La mirada de Chávez es clara y directa; no recurre al expediente fácil de la vista perdida en el vacío para evocar. Habla con una cálida precisión).
En esta época asistí a un concierto de música rusa dirigido por Kusevitzki, en el que oí por primera vez a Stravinsky. Oí también por primera vez a la Filarmónica de Berlín… con Bruno Walter, que dirigía a Haydn.
En la Hochschule oí Pierrot lunaire. Sorprendente, pero no me conmovió. Comprendía que era un mundo nuevo de sonido. Pero me pareció que no tenía todo el contenido humano y expresivo que pude captar en la música de Stravinsky. Ya desde entonces se perfilaban: el camino del teorizante, Schoenberg, un gran ingenio.
(Seguramente un gesto de sorpresa me traiciona. Chávez se da cuenta que su concepto de Schoenberg me desagrada. Antes que tenga tiempo de expresar mi desacuerdo, encoge los hombros y con un gesto de resignación, casi suspirando, dice:)
Uno es un acumulador que absorbe todo. Todo opera sobre uno, de acuerdo a la capacidad que cada quien tenga de dirigir sus influencias y Petruchka fue cien por ciento una influencias para mí…
¿Y los francesas…?
En esos tiempos conocí a Paul Dukas. Fui a buscar a Ravel a Montfort-l’Amaury, pero no lo encontré. Ricardo Viñes (el pianista de Ravel, de Falla, de Poulenc) muy español y muy francés, vio mi música. Fue muy amable conmigo.
Los “Seis” conocieron mi música cuando Desormiere dirigió en París el concierto para cuatro cornos y se quedaron asombrados de que “en ese país lejanísimo sucedieran esas cosas”.
Al correr del tiempo, hoy podemos saber, casi con toda seguridad que, de los “Seis”, el más congruente consigo mismo, el autor de una producción más homogénea
entiéndase que no quiero decir el más importante, ni el más “genial” o el más “grande”― viene a resultar Francis Poulenc, ¿no le parece?
Sí, completamente de acuerdo. Quizá Darius era más audaz y vital; o Arthur más sólido, más recio; pero Francis es siempre él: me siguen atrayendo las primeras obras suyas que conocí, Promenades, los Movimientos perpetuos, la Rapsodia negra. Todas las tocamos en el Anfiteatro Bolívar.
Lo conocí en Nueva York, en un concierto… seguramente de la Filarmónica… después de la guerra.
Era un auténtico músico, dueño de una extraña y encantadora vena melódica. El suyo era un don muy raro: el don de la melodía. Sigo teniéndole una gran admiración.
(Medita un instante. Mueve ahora la cabeza con un gesto de negación. Frunce el ceño y chasquea la lengua muy bajo. Mira el cuestionario, lo dobla y me lo devuelve. Poco a poco las palabras comienzan a responder la pregunta no formulada).
Sobre la situación de la música en México… y el buen entendedor… sólo puedo afirmar que: cualquier experimento que se haga es bueno y sus resultados deben medirse en términos de calidad… ¿Le parece que oigamos un poco de música? Son los Estudios en segundas, de lo más reciente que he escrito. Pronto estará lista la edición. Alan Marks es un pianista extraordinario; va a usted a ver qué bien toca este muchacho.
(Chávez oye la cinta en que está la grabación de su propia música, inmóvil; su actitud es reflexiva. Imagino que en el fondo algo tendrá, también de deleite.
Marks toca a endiabladas velocidades y con claridad musical envidiable. Estas obras son de lo mejor que ha escrito Chávez para el piano y su intérprete, afortunadamente, les hace plena justicia: técnica asombrosa, intensidad y gran arrastre).
Quiero que oiga usted esta versión de Resonancias. Es extraordinaria. Fue cuando la dirigió George Szell con la Orquesta de Cleveland ¿Qué instrumentista! ¿Qué músicos!
(La obra, escrita en 1964, es magnífica, y requiere una ejecución de un virtuosismo tan grande como esta Cleveland para revelar toda su riqueza y complejidad. Tomo algunas notas: “Violentos contrastes. Largas, angustiosas, trama lineares. Corno inglés típico de Chávez. Materia muy filtrada. Admirablemente tensa. Continua invención. Penetrante.
Sonoridades de fascinante y brutal aspereza. Espléndido final”).
No se vaya todavía, aquí tengo un regalo para usted. Es la partitura de Initium para orquesta, acaba de salir. También unas críticas de Kansas, también otras de California: Los Ángeles y San José.
(No despedimos).
La muerte está muy cercana, ahora sólo debo dedicarme a poner en orden y terminar de escribir alguna música que tengo pendiente.
(Ninguna afectación o autocomplacencia. Sólo gran lucidez. Creo que voluntariamente ha querido, de manera tácita, establecer que nos hemos visto por última vez).
Es una despedida que no puede causar tristeza. Carlos Chávez sigue siendo fiel a sí mismo. Admirablemente fiel.
Proceso, No. 91, 31 de julio de 1978