Cualquier revisión del quehacer musical en México, por superficial o profunda que sea, necesariamente conducirá a hallazgos y conclusiones que, en buena medida, reflejarán un panorama de crisis y atraso semejante al que caracteriza a todas las demás áreas del quehacer social y cultural en nuestro país. Se requerirían más páginas que las que conforman el total de esta revista para un análisis a fondo de lo que ocurre en México en materia musical, pero es posible intentar una aproximación compacta al tema explorando algunas generalidades relativas a los cuatro aspectos torales del asunto: la composición, la interpretación, el público y la difusión.
Aunque pudiera parecer paradójico, es probable que el área más sólida y con mejores perspectivas en nuestro medio musical sea la composición. Si bien es cierto que los sistemas de educación musical en México son, por decir lo menos, decimonónicos, también es un hecho que numerosos compositores de varias generaciones se han visto beneficiados por la oportunidad de estudiar en instituciones sólidas y con maestros de primera en el extranjero. Casi me atrevería a afirmar que, por el contrario, la gran mayoría de los compositores mexicanos que han hecho su carrera exclusivamente en las escuelas y conservatorios de nuestro país se ha quedado claramente a la zaga de sus colegas que se han expuesto a entornos académicos y profesionales más rigurosos, más exigentes y, sobre todo, más modernos.
En más de una ocasión se me ha preguntado qué tendencia destaca en la composición en México, y mi respuesta ha sido invariablemente que, para bien o para mal (yo creo que para bien), la tendencia es que no hay una tendencia particular que predomine sobre las demás, y que el concepto clave en cualquier intento de definición es el eclecticismo. Como ocurre en prácticamente todas las demás áreas de la creación artística (en México y en el mundo), ese eclecticismo puede ser una arma de dos filos, en el entendido de que, dependiendo de las circunstancias, los compositores y las obras, puede ser sinónimo de saludable variedad o de dispersión sin rumbo. Aun teniendo en cuenta las enormes y crecientes distancias que nos separan de los centros musicales más importantes y desarrollados, es posible encontrar en la composición contemporánea en México algunas de las líneas de conducta que aparecen también en otras latitudes. Ahí están los compositores que, amparados en las enseñanzas de Donatoni, Ferneyhough et al., se acogen a la corriente de la extrema complejidad (nueva o no) en la escritura musical. Algunos de nuestros compositores han logrado que de ese complejo entramado conceptual surjan obras igualmente atractivas para la mente y el espíritu; más de uno, por otra parte, ha intentado ocultar una severa falta de ideas bajo el manto de lo abstruso. Otros han optado por la creación musical a partir de fundamentos numéricos, de fórmulas diversas, de matrices de diverso orden, de rigurosos análisis estructurales, para producir una música que ofrece al oyente un alto contenido de especulación casi científica.
No faltan aquellos que, interesados todavía en la materia sonora como principio rector principal, crean música de sólidas, apretadas texturas instrumentales o vocales, tomando en ocasiones la guía de la importante escuela polaca del siglo xx. Otra corriente importante es la de los compositores mexicanos que, a veces a contracorriente de una mal entendida vanguardia, insisten venturosamente en crear una música que, sin renunciar a una modernidad inconfundible, tiene su meta primordial en la expresividad, un elemento musical indispensable que anduvo perdido durante varias décadas.
Una corriente derivada de esta, y que en nuestro medio no tiene todavía demasiados seguidores, es la de aquellos que también intentan recuperar esa expresividad en el contenido sonoro de su música, pero lo hacen a partir de referentes constructivos y estilísticos arcaicos.
Quedan también algunos resabios de localismo extemporáneo, propuestos por compositores que a estas alturas del siglo xxi insisten en romperse la cabeza con la muy añeja discusión sobre la identidad a ultranza, y que no se sienten capaces de encontrarla si no es a través de la reiterada y cansina apropiación y transformación de motivos folclóricos o populares en el contexto de un neonacionalismo que es hoy, como desde hace mucho tiempo, un callejón sin salida, una encrucijada sin solución. No podía faltar, claro, el posmodernismo musical mexicano, que en ciertas de sus manifestaciones contiene también dilemas irresolubles. Por un lado, hoy trabajan asiduamente
varios compositores (y compositoras) cuya preparación y herramientas les permiten asumir con naturalidad ese borrado de las fronteras genéricas, esa apropiación de fuentes híbridas y a veces disparatadas, esa bienvenida confusión entre lo “culto” y lo popular, esos anacronismos que, en las manos adecuadas, se vuelven urgentemente actuales. Por otro lado, es un hecho que algunos compositores mexicanos de hoy practican una especie de posmodernismo a la fuerza, una actitud creativa que pareciera surgir de una obligación malentendida de ser siempre novedosos, siempre reconocibles a través del gracejo sonoro fácil, siempre agradables a los oídos y al juicio estético de todas las facciones. Desde hace varios años ya circula un buen número de obras pertenecientes a este “posmodernismo de ocasión”, que si bien han resultado simpáticas para ciertos sectores del público y de la crítica, poseen también una fecha de caducidad claramente visible, y muy cercana.
Una de las vertientes de mayor auge en tiempos recientes ha sido la de los compositores dedicados a la producción de música electroacústica, en ocasiones autodenominados artistas sonoros para enfatizar el hecho de que sus composiciones tienden con frecuencia a la multimedia y la interdisciplina. Es importante señalar que en este rubro de la composición musical en México, los últimos años han sido testigos de un avance sostenido y notable en lo que se refiere al conocimiento y manejo de las nuevas tecnologías por parte de los creadores involucrados, lo que ha traído consigo un benéfico efecto secundario: el de provocar un notable interés por el arte sonoro en las generaciones jóvenes que en otras circunstancias no se acercan ni por equivocación a otras manifestaciones de la música de su tiempo.
Hay en la composición contemporánea en México otras corrientes y otros enfoques, pero estos son algunos de los más notorios y más presentes. Y como en todo, más allá de la definición de estilos y la asignación de etiquetas, importa la calidad del trabajo de nuestros compositores. En todas las áreas y los estilos mencionados, y en algunos otros, tenemos creadores importantes y destacados, pero los resultados sonoros escuchados en algunos conciertos de música contemporánea demuestran también, inequívocamente, que circula mucha paja musical producida por compositores que no han asimilado cabalmente las herramientas de su oficio o que, en el peor de los casos, no tienen nada que decir. No está de más señalar que un buen número de compositores mexicanos de las generaciones más jóvenes ha decidido abandonar el mezquino ambiente musical en el que hicieron sus primeras armas para concluir su preparación en instituciones musicales más sólidas que las nuestras. Varios de ellos han decidido no volver. El ámbito de la interpretación musical en México es un raro espejismo. Las carteleras cotidianas podrían hacer pensar que se vive un auge y una bonanza, por la cantidad de sesiones musicales anunciadas. Sin embargo, cualquier revisión un poco más profunda de la actividad de nuestros ejecutantes, ya sea en el campo de los intérpretes individuales o de los ensambles, permitirá descubrir enormes carencias. ¿Por
dónde empezar? Por ejemplo, con el hecho de que en México, más allá del espejismo de una aparente abundancia de orquestas sinfónicas, muchas de ellas están en crisis permanente. Desde las que están formadas por una mayoría de músicos extranjeros de mediana calidad, hasta las que sufren el permanente lastre de las mal entendidas “conquistas gremiales”. Desde las que se forman al vapor como inútil proyecto sexenal de tal o cual funcionario, hasta las que llevan largo tiempo sumidas en la inacción y el estancamiento. Desde las que sufren constantes cambios de director titular, hasta las que son mantenidas por años sin uno, con los catastróficos resultados evidentes, pasando por las que padecen a perpetuidad al mismo director, no siempre el que más les conviene.
No faltan, tampoco, las falsas filarmónicas regionales de ocasión, formadas por una veintena de músicos, y utilizadas por el pequeño gobernador en turno como decorado de fondo en sus actos políticos disfrazados de promoción cultural. Y de nuevo, una contradicción enorme: un recorrido auditivo por nuestras orquestas sinfónicas permite apreciar con claridad que a la mayoría de ellas le urge una renovación importante del personal que habita sus atriles, pero en los conservatorios y escuelas de música se escucha la queja permanente de que no hay suficientes puestos de trabajo para los instrumentistas que egresan de esas instituciones. Es obvio, pues, que hay una fractura entre una demanda evidente, la renovación urgente de nuestros cuadros orquestales, y una oferta aparente, la de la producción académica de ejecutantes instrumentales. Es claro que hay algo completamente disfuncional en lo que, en teoría, debería ser un círculo virtuoso en el que nuestras instituciones de enseñanza musical nutrieran constantemente de instrumentistas a las orquestas mexicanas.
Asimismo, es vergonzosamente reducido el número de ensambles camerísticos estables de buen nivel. Periódicamente surgen aquí y allá grupos de diverso tamaño y dotación, con las mejores intenciones, pero desaparecen después de una efímera vida, sin dejar huella. ¿Cuántos cuartetos de cuerda de alto nivel profesional hay en México? Se cuentan con los dedos de una mano, si bien nos va. Los grupos dedicados de lleno a la música contemporánea, en cualquiera de sus vertientes, son también escasos, tienen una vida precaria y su
continuidad y permanencia son casi imposibles al margen del subsidio oficial, que tampoco suele ser muy generoso.
La música que programan e interpretan nuestras orquestas es también un tema que conduce a otro callejón sin salida. Con frecuencia creciente, los conjuntos sinfónicos (y camerísticos) mexicanos demuestran una notable renuencia a comprometerse con la música que más debiera importarles, la música de nuestro tiempo y, en particular la música mexicana contemporánea. En el caso particular de la música mexicana de hoy, se ha establecido desde hace tiempo un perverso círculo vicioso en el que el público rechaza categóricamente cualquier
partitura mexicana que no sea un huapango, un danzón o una estrellita, por lo que las orquestas usualmente no programan nada que pudiera ahuyentar al cada vez más escaso, más apático y más desconocedor público. Para muestra, un dato estadístico plenamente actual: al momento en que redacto estas líneas, las cinco orquestas más importantes de la ciudad de México están en plena temporada de conciertos. Al interior de la programación de todos los conciertos de esas cinco temporadas, están incluidas apenas diecisiete obras mexicanas. De ellas, siete son de Silvestre Revueltas y cinco pertenecen al periodo nacionalista de nuestra música. Así, resulta que a lo largo de una de sus temporadas de conciertos nuestras cinco orquestas capitalinas interpretan, entre todas, un gran total de cinco partituras de música mexicana realmente de hoy; no ayuda mucho, tampoco, el hecho de que tres de esas obras son de un mismo compositor, lo cual apunta, además, hacia una notable falta de imaginación.
Ocurre, entonces, que la música de hoy, mexicana o de otras latitudes, ocupa un sitio prácticamente inexistente en el discurso cultural cotidiano, por lo que ha tenido que refugiarse en ciclos y eventos especiales. Tal es el caso, por ejemplo, del Foro Internacional de Música Nueva, el Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Festival Internacional Cervantino, el Festival Visiones Sonoras, Radar y el recientemente rescatado Festival Hispano-Mexicano de Música Contemporánea. Sin embargo, estas actividades dedicadas específicamente a la música nueva suelen tener una trascendencia muy efímera y muy local, y suelen llevarse a cabo ante públicos aparentemente numerosos pero que, estadísticamente, resultan irrelevantes porque están formados mayoritariamente por los propios miembros de la comunidad musical y no por melómanos curiosos e interesados en la creación musical actual.
Ello se debe también, en buena medida, al hecho de que el tercer pilar de la actividad musical en México, el público, no es el factor de peso que debería ser como contraparte activa y crítica de la creación y la interpretación musicales. Como en el caso de tantas otras lacras de nuestra actividad cultural, una parte sustancial de la responsabilidad recae en nuestro paupérrimo y cada vez menos eficaz sistema educativo. Por una parte, muchas de nuestras escuelas y conservatorios siguen utilizando programas y sistemas de enseñanza obsoletos, aplicados y administrados por académicos prehistóricos que se sistemáticamente a actualizarse. El anquilosamiento de la educación musical en México es evidente, y es perversamente complementado por el hecho de que la música (y el arte en general) ocupa un lugar de importancia muy menor en el contexto de la educación básica; por más que se hable mucho de ella y por más que esté codificada en documentos y programas inútiles, la educación en el arte y por el arte, en las humanidades y por las humanidades, en la música y por la música, es prácticamente inexistente. De ahí que, con excepciones contadas, los públicos musicales en México (además de que decrecen de una manera alarmante) estén totalmente impreparados para hacer frente al fenómeno musical. Se trata de públicos ignorantes, conformistas, mediatizados, que se satisfacen periódicamente con asistir a ejecuciones de los eternos caballitos de batalla, de la música más común y menos demandante, que aplauden indiscriminadamente lo que les den, que se acercan a la música con actitudes pasivas y acríticas, y que son incapaces de exigir, de proponer, o de acercarse a manifestaciones sonoras propositivas o novedosas. De nuevo, el irrompible círculo vicioso.
Con frecuencia se menciona que el problema es económico, que el costo de asistir a sesiones de música de concierto es oneroso. Esa es una de las muchas falacias que rodean a nuestro endeble medio musical: ese público aparentemente desvalido asiste por miles, y decenas de miles, a sitios como el Auditorio Nacional, el Palacio de los Deportes y el Foro Sol a presenciar espectáculos musicales que en muchas ocasiones son de muy dudosa calidad, y pagando precios que no son, ni mucho menos, más baratos que los de nuestras salas de conciertos.
Ocurre también que, salvo casos aislados, como ciertos eventos de música electroacústica de concierto, la edad promedio de los consumidores de música suele ser elevada; no se percibe un claro relevo generacional entre los melómanos, y eso es un asunto particularmente serio porque implica una acelerada decadencia y decrepitud del fenómeno de interacción musical en México. Y ya que de ello se habla, no está de más señalar que sucede un fenómeno análogo en la mayoría de nuestras orquestas, en las que ese necesario relevo de generaciones se da a cuentagotas. Aquí cabría preguntarse retóricamente: ¿dónde está ese público joven, entusiasta y participativo que creó en la unam Eduardo Mata a su paso por la titularidad de la sinfónica universitaria? Lamentablemente, no existe más.
Finalmente, es importante señalar que cualquier análisis de estos y otros aspectos de la actividad musical en México debe pasar necesariamente por una crítica severa de los medios de comunicación, impunes mercaderes de música chatarra en lo particular, y en lo general responsables en buena medida del proceso irreversible que nos está convirtiendo en una sociedad de sordos desinformados, en una colectividad de idiotas que consume vorazmente lo que producen los Tucanes de Tijuana, pero que jamás ha escuchado a Revueltas, en una masa de descerebrados que ocupa horas infinitas en ver los videoclips de Britney Spears, pero que nunca asistirá a una ópera de Mozart.
Así las cosas. ~
– Juan Arturo Brennan
Rock
Pobre rock mexicano, ¿verdad? Tan analfabeta...
El editor que hace tiempo me dictara en una conversación personal el epígrafe de estas líneas sigue teniendo
razón: se puede resumir el origen de muchas taras necias, insuperadas, con ese fatal aforismo de George Santayana según el cual quienes ignoran su propia historia están condenados a repetirla de manera tortuosa. Esta ignorancia es la razón de que el rock hecho en México, geográfica y culturalmente próximo a su origen estadounidense, se haya rezagado después de inspirar las vertientes hispana, argentina, chilena y colombiana.
Como tantas otras actividades culpígenas en nuestro país, a quienes regentearon el roc –apocopado así por su historiador y pionero Federico Arana– les interesó más borrar huellas que dejar testimonios. Sólo así se explica que la inmensa mayoría de quienes se encuentran activos en la escena rockera de este país se comporten como si su historia arrancara a mediados de los años ochenta y no desde los sesenta, con significativos antecedentes cincuenteros.
El desdén con el que las generaciones que pueden aún presumirse jóvenes dan la espalda a quienes los precedieron, por más de dos décadas, en aquella campaña promocional ochentera devenida movimiento bajo el lema comercial “rock en tu idioma”, conlleva un costo oneroso: el actual interés por seguir ejemplos remotos vuelve a los artistas hacia fantasiosas ambiciones de internacionalidad, siendo que exhiben exiguas herramientas para arrostrar la competencia mundial que trajeron consigo –armas de doble filo– la tecnología de comunicaciones electrónicas y su incontenible descendiente, la globalización.
El candor imitativo de aquellos jovenes de antaño que intentaron emular a Elvis Presley y Bill Haley (y cuyo “legado”
fue, en contraste, carreras tan opacas y mansas como las de Enrique Guzmán y César Costa) poco tiene que ver con la babélica visión posmoderna, donde los géneros se han convertido en un atomizado caldo de cultivo para nuevas variantes y fusiones estilísticas incomprensibles.
Un factor muy soslayado en el raquitismo lírico y musical de los años formativos del rock nacional fue el papel que jugó una radio mojigata y excluyente, que no contribuyó a informar a sus jóvenes escuchas sobre los orígenes y la historia de la aparente moda musical. La ignorancia prevaleciente entre los rockeros de ayer y hoy sigue siendo resultado de una radio que es botínexclusivo de sus detentadores.
La “anglificación” del rock mexica, bajo la arrolladora influencia de los grupos británicos que encabezaron los Beatles, aunada a la influencia de sus colegas norteños provenientes de Tijuana, Juárez, Reynosa y otras ciudades fronterizas –que les brindaron a esas bandas un entrenamiento intensivo similar al que le dio Hamburgo al cuarteto
de Liverpool–, elevó el nivel de ejecución hasta cotas históricas, pero el ejemplo de su fracaso colectivo a la hora de
proyectarse internacionalmente no ha sido asimilado por los grupos que hoy se repliegan una vez más hacia la lengua de Shakespeare, creyendo que así burlarán la triste evidencia de que no dominan lo suficiente el idioma propio como para hacer letras creíbles y memorables.
Es comprensible que a quienes no suman medio siglo de vida no les importe ya evocar la aciaga era post-Avándaro,
cuando la cancelación de facto de los derechos individuales hacía del rock y de sus adeptos, carne de abuso institucional.
Hasta que la última generación de relegados a los hoyos fonquis se rebeló contra la tácita obligación de expresarse en el “idioma internacional del rock” –inglés masticado–, su música no logró rebasar los límites del gueto para hacerse música popular, mexicana y trascendente. Así –y no mediante la campaña comercial de una disquera– sembraron fértil ejemplo algunos músicos nacionales: el añejo abanderado del rock mexicano, El Tri; el probable mejor compositor local, Jaime López; la intérprete Cecilia Toussaint al frente del grupo Arpía; Guillermo Briseño, caballo de Troya rockero en el ámbito intelectual, y Botellita de Jerez, adalides del rock mexicanista y humorístico que luego harían suyo grupos como Trolebús, Mamá-Z, El Personal y Real de Catorce.
En cambio, quienes, como Caifanes, Fobia, Maná y similares aspirantes a la fama, dejaron atrás las actitudes pretendidamente contestatarias para instalarse al amparo de disqueras y televisoras, sentaron un precedente poco sano, pues pronto se vieron arrastrados a los vicios, los excesos y las escisiones que el corrupto ámbito de la popularidad mediática propició, junto a una efímera fortuna material.
Varios factores marcan una diferencia irreconciliable entre los rockeros mexicanos pre y post ochentas: el surgimiento de mtv, que hizo “visual” la música y neutralizó, con su “corrección” mediática, la vanidad y la frivolidad; el cambio de paradigma que va desde la pretendida “cultura juvenil” sesentera hasta una puerilidad voluntaria –claramente representada por quienes se aproximan al cine para coleccionar obsesivamente las figurillas de esa cosmogonía mercantil que fue La Guerra de las Galaxias–; la popularización de los controles remotos televisivos, que pulverizó el tiempo de atención del público juvenil; el advenimiento de la era digital, que propició un mayor acceso a la música y a sus recursos creativos, causando así una revolución nada silenciosa que sigue trastornando los viejos paradigmas, y por supuesto, los estragos palpables de nuestra crisis educativa y cultural.
El público rockero mexicano actual –ubicado, no agotado, en el novísimo nicho mercadológico “menores que Jesús”– es el primero cuyo contacto con los orígenes y los pioneros del género se filtró a través del cine y la televisión, y esto es así también para sus ídolos, que a diferencia de sus fans* suelen admitir, emocionados, sus hondas influencias.
Hijos de la asonada punk, ahijados espirituales de suicidas glorificados (Ian Curtis de Joy Division, Kurt Cobain de Nirvana o Michael Hutchence de inxs), los jóvenes finiseculares y nativos digitales (nacidos en hogares con tecnología cibernética) han crecido en una era de sturm und drang, feísmo, decadencia melódica y ritmos evocativos de la industria pesada. Cinismo, desencanto y necrofilia son sus estridentes banderas, y en su atención –si no admiración– conviven antihéroes disfuncionales (Axl Rose), políticamente incorrectos (Fred Durst, de Limp Bizkit), clínicamente perversos (los obsoletos Gary Glitter, George Michael y Boy George), orgullosamente adictos (Slash, Scott Weiland, Amy Winehouse) y francamente demenciales (Michael Jackson y una larga cauda de divas adolescentes, encabezada por Britney Spears y recién puntuada por la abnegada “autovíctima” de violencia de género, Rihanna). Decir que tienen pocos ejemplos a seguir raya en ironía.
Nada aisló ni defendió al siempre inmaduro rock hecho en México de los embates económicos y tecnológicos que revolucionaron la producción y el consumo de la música en el paso del siglo xx al nuevo milenio. Influencias que antaño llegaban con retraso son hoy conocidas y asimiladas (no siempre digeridas) apenas se manifiestan en la red informática. El cíclico reciclaje y el retorno a las raíces, que caracterizan al rock desde que Sha Na Na inició en 1969 la explotación de su nostalgia (¡en pleno mítico festival de Woodstock!), ha provocado una proliferación de géneros, estilos, subestilos y francas etiquetas de ocasión que evoca la vieja máxima “divide y vencerás”. El dudoso aunque pintoresco mito designado como “tribus urbanas” se ha convertido en un factor de división y confrontación entre quienes buscan desesperadamente una identidad entre el adocenamiento de la seguridad numérica. Este parece un escenario ideal, por cierto, para quienes temen una juventud consciente de su realidad, consciente de aquello que une a las personas entre sí por encima de lo que las diferencia.
El público mexicano tiene fama de ser efusivo ante los artistas internacionales que lo visitan regularmente desde hace apenas tres sexenios; esta actitud contrasta con la vieja (no tradicional) intolerancia con la que este mismo público suele agredir a los músicos que no le interesan o a los que simplemente desconoce (más si son compatriotas o propositivos). Esta odiosa actitud sectaria y discriminatoria no es nueva, pero decepciona el hecho de que siga activa y presente. Desde hace cuatro décadas es notable la inclinación a la autodestrucción, y esta tendencia no tiene para cuándo ser abandonada mientras prevalezcan la barbarie y la agresividad por sobre la inclusividad y la tolerancia.
Los rockeros mexicanos aceptan la ingrata posibilidad de ser lapidados a cambio de sus esfuerzos: un riesgo no sólo absurdo sino inaceptable cuando se trata de la construcción de un espacio cultural juvenil artísticamente beneficioso. Este es el nefando resultado de la categorización artificial de la música ejercida por la radio: dividiendo y singularizando el gusto hasta la confrontación irracional, se consigue que unos metaleros tan extremos como los demonólatras devotos del black metal agredan a sus ruidomaniáticos colegas seguidores del grindcore en una Babel decibélica.
¿A quién benefician estas falsas cotas ortodoxas que se tornan fundamentalistas? No a los músicos, por cierto, cuya información, recibida a través de los nuevos medios, multiplica hasta el delirio las formas de expresión: desde
la más elemental imitación hasta la originalidad benditamente indefinible. Es gracias a estos nuevos mecanismos, y aun a pesar de las confrontaciones, que la actividad rockera en el México actual es más intensa, diversa y pujante que nunca.
De la espléndida diversificación musical, que hace de la actual una “edad de oro” en trámite para la música joven
mexicana, da fe la aparición, poco antes de entregar estas líneas, del anuncio del cartel de sesenta grupos y artistas que participarán en el décimo festival Vive Latino, el más importante en México y Latinoamérica. Aunque el cartel, todo sea dicho, lo encabezan los argentinos Los Fabulosos
Cadillacs y Andrés Calamaro. ~
– Óscar Sarquiz